
Artículos Transformadores
Educación en ruinas:
Los efectos de la idea de “la muerte de Dios”.
Vivimos en una época en la que muchos han proclamado la muerte de Dios. Sin embargo, pocos se atreven a explorar las consecuencias profundas que esto implica para la vida humana, y especialmente, para una de las instituciones más importantes de nuestra civilización: la educación.
El fundamento perdido
Cuando se declara que Dios ha muerto, todo lo que se apoyaba en Él también pierde su fundamento. Conceptos como la verdad, el amor, la belleza, la moral y el valor de la vida humana se vuelven relativos o carecen de sentido. Esta no es solo una afirmación teológica; es una declaración filosófica y cultural con consecuencias profundas y prácticas. Si no existe un Creador que dé propósito y diseño al universo, entonces todo lo que valoramos se convierte en una construcción arbitraria, susceptible de adaptarse a los cambios del momento, la moda o la ideología dominante.
Friedrich Nietzsche, quien acuñó la frase “Dios ha muerto”, comprendía mejor que muchos creyentes la magnitud de esta afirmación. Él mismo reconocía que, al abandonar la fe cristiana, no se puede conservar coherentemente su sistema moral. El cristianismo no es solo un catálogo de normas éticas; es una visión integral del mundo, una estructura coherente que explica la realidad, el propósito humano y el sentido de la existencia. Al eliminar su pilar central —la existencia de Dios— el sistema completo se desploma.
La pérdida de la dignidad humana
Uno de los mayores legados del cristianismo es la afirmación de que el ser humano fue creado a imagen de Dios (imago Dei). Esta verdad fue la base para el desarrollo de los derechos humanos, la justicia, la educación universal y muchas otras instituciones que florecieron en Occidente. Pero si Dios está muerto, esa imagen divina también lo está. Y si el ser humano no es más que un accidente evolutivo o una máquina biológica, ¿por qué debería importar su formación intelectual o moral?
Sin Dios, nuestras vidas pierden sentido trascendente. Ya no hay un propósito objetivo que perseguir, ni una verdad externa que descubrir. El conocimiento se convierte en una herramienta para el poder, no en una búsqueda del bien, lo bello y lo verdadero
La decadencia de la educación superior
Las universidades fueron durante siglos centros de búsqueda de la verdad, nacidas de la convicción de que el universo tenía un orden inteligible dado por un Creador racional. Los pensadores griegos como Platón y Aristóteles, seguidos por los teólogos cristianos, afirmaban que el conocimiento debía ajustarse a una realidad objetiva que existía antes del ser humano.
Hoy, muchas universidades han perdido ese fundamento. En lugar de formar personas con pensamiento crítico, carácter y sabiduría, se han convertido en plataformas ideológicas. La política de identidad y las ideologías de justicia social han reemplazado la razón y el diálogo, y muchas instituciones ya no saben hacia dónde se dirigen. Como bien escribe el profesor Mark Mitchell, cuando se separa la educación de su base teológica, su desaparición es solo cuestión de tiempo.
Cultura, culto y educación
La cultura nace de aquello que adoramos. Lo que una sociedad venera —ya sea a Dios, al hombre, al dinero o al placer— moldea su cosmovisión y, por lo tanto, sus instituciones. Esto incluye la educación. Cuando Occidente dejó de adorar al Dios vivo y adoptó otras formas de culto, su cultura empezó a deteriorarse, y con ella, sus escuelas y universidades.
La educación nunca es neutral. Siempre forma a los estudiantes según una visión del mundo. Si esa visión niega a Dios y al ser humano como portador de su imagen, lo que queda es una instrucción técnica, vacía de alma y de propósito.
Una propuesta de restauración
Ante esta crisis, los cristianos no debemos quedarnos de brazos cruzados. Si verdaderamente nos preocupa el rumbo de la educación y anhelamos ver restaurado el Evangelio del Reino en la plaza pública, ha llegado el momento de actuar. La respuesta no está en soluciones superficiales, sino en volver a conectar la educación con su fundamento original: el Dios que da sentido a todas las cosas.
Esto implica recuperar el propósito genuino de la enseñanza cristiana: formar seres humanos con un carácter moldeado por la verdad, la justicia y la sabiduría reveladas en las Escrituras. La educación no debe ser reducida a transmisión de información ni a mera preparación para el mercado laboral, sino entendida como una tarea sagrada que forma el corazón, la mente y el alma.
En lugar de entregar ciegamente a nuestros hijos a sistemas educativos secularizados que han eliminado a Dios del aula, necesitamos levantar una alternativa sólida y coherente. Esta propuesta de restauración apunta a:
Reconstruir la educación desde una cosmovisión bíblica, donde Dios es el punto de partida del conocimiento (Proverbios 1:7).
Restaurar el papel de los padres como primeros educadores, empoderándolos para formar a sus hijos en la verdad del Evangelio.
Reformar la educación cristiana, no como un simple refugio moral, sino como un proyecto integral de formación intelectual, espiritual y cultural.
Enfrentar la cultura con esperanza y verdad, llevando la luz del Reino de Dios a todos los espacios de influencia, incluyendo el ámbito educativo.
Esta es la verdadera revolución educativa: no una reforma técnica, sino una renovación espiritual que devuelva a Cristo su lugar en el centro del conocimiento y de la formación humana.