Artículos Transformadores
Todos queremos justicia:
¿Cómo respondemos a este clamor colectivo?
Todos los seres humanos deseamos justicia. Queremos ser tratados con rectitud y respeto. Sin embargo, desde la perspectiva del Reino de Dios, la pregunta más importante no es solo si recibiremos justicia, sino si nosotros la practicaremos. ¿Actuaremos de manera justa con otros, incluso cuando no lo sean con nosotros? ¿Seremos personas que buscan el bien del prójimo aun cuando resulte difícil? La justicia comienza precisamente aquí: en la decisión personal de vivir los valores del Reino de Dios en cada espacio de la vida.
Esta vocación no está reservada para quienes ocupan cargos públicos. Todo ciudadano —y en especial todo discípulo de Jesús— participa en la construcción de sociedades más justas. Jesús dijo que somos “sal y luz”, y eso incluye la forma en que vivimos, participamos, servimos y tomamos decisiones. Pablo explicó que los gobernantes son “siervos de Dios”, recordándonos que la autoridad civil tiene un propósito divino: promover el bien, proteger la vida y limitar la injusticia. Por eso, tanto quienes trabajan en funciones públicas como quienes viven su fe desde la cotidianidad deben aplicar la mente de Cristo en cada acción y relación.
Pero para practicar la justicia necesitamos abrir los ojos a una realidad dolorosa: "la violencia que destruye vidas a nuestro alrededor". Y la primera pregunta que debemos hacernos es: ¿qué está matando a la gente en nuestras comunidades? La violencia adopta muchas formas. A veces es visible: crímenes, asesinatos, conflictos o guerras. Otras veces es más silenciosa pero igual de mortal: corrupción, pobreza extrema, drogas, suicidios, aborto, enfermedades prevenibles o abuso de poder. La justicia nos llama no solo a preocuparnos por lo que nos afecta personalmente, sino por lo que afecta a los demás, incluso si nosotros no lo sufrimos directamente.
Cada región enfrenta su propio tipo de violencia. Por ejemplo, en lugares donde el suicidio juvenil es común, es necesario preguntarse qué heridas culturales están empujando a tantos jóvenes a la desesperación. En ciertos países, el crimen organizado o el terrorismo destruyen vidas; en otros, la violencia proviene del mismo gobierno. La justicia demanda que nos preguntemos: ¿qué está destruyendo la vida de mi prójimo y qué puedo hacer para ayudar?
Aquí es donde la justicia se vuelve algo práctico y cercano. No todos somos legisladores o jueces, pero todos podemos amar al prójimo de maneras concretas. El ejemplo del buen samaritano lo ilustra claramente: ayudar al herido, acompañarlo, proveer para su cuidado. Esto también es justicia. Quizá usted no pueda cambiar una ley nacional, pero sí puede atender a una persona herida, denunciar un crimen, escuchar si es consejero, intervenir si escucha un grito de auxilio o colaborar para hacer más seguras las calles de su barrio. Puede ofrecer refugio temporal a quienes huyen de la violencia, sin importar su origen. Puede denunciar injusticias, apoyar causas justas o exigir a las autoridades que actúen con responsabilidad. Muchas vidas se salvan con pequeños actos de obediencia.
Jesús nos enseñó que practicar la justicia requiere discernimiento. Antes de responder a los acusadores de la mujer sorprendida en adulterio, Él se inclinó y escribió en el suelo, tomando un momento para escuchar al Padre y responder con sabiduría. Del mismo modo, nosotros necesitamos aprender a detenernos, orar y buscar dirección para responder correctamente. Dios nos ha dado Su Espíritu; no necesitamos caminar a ciegas.
Este llamado adquiere un peso especial para quienes trabajan directamente al servicio público: funcionarios, médicos, educadores, policías, soldados, abogados, jueces o legisladores. Para ellos la pregunta es todavía más directa: ¿estoy usando mi influencia para proteger a los débiles, los olvidados y los no representados? La violencia suele golpear con más fuerza a quienes no tienen voz. Practicar la justicia implica atender primero a los vulnerables. ¿Trato a cada persona con dignidad? ¿Hago mi trabajo con integridad? ¿Puedo tomar decisiones que reduzcan la violencia y promuevan un entorno más seguro y humano?
La justicia no se construye solo con grandes reformas. Se edifica también con miles de actos de bondad, valentía y obediencia que, como la levadura en la masa, transforman una comunidad entera. Así es como Jesús describió el avance del Reino: silencioso, constante y poderoso.
En última instancia, practicar la justicia es vivir el mandamiento más grande: “amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Significa usar nuestra influencia —sea mucha o poca— para proteger la vida, honrar la dignidad humana y buscar el bien de quienes nos rodean. Es preguntarnos cada día: ¿cómo puedo, desde donde estoy, actuar con la justicia de Dios hacia mi prójimo? Cuando lo hacemos, el Reino de Dios se hace visible, y la justicia deja de ser un ideal abstracto para convertirse en una realidad que transforma vidas.