
Artículos Transformadores
Verdad Total para a un mundo fragmentado:
Cuando la incoherencia cultural revela nuestra necesidad de Dios
La filósofa y apologista cristiana Nancy Pearcey ha señalado que gran parte del pensamiento moderno vive en una contradicción interna. Es como si nuestra cultura afirmara unas ideas en los libros o en los discursos académicos, pero viviera de otras muy distintas en la vida diaria. Es lo que ella describe como una especie de disonancia cognitiva: el hombre rechaza a Dios con los labios, pero sigue necesitando los valores y verdades que solo Dios le puede dar para sostener su vida.
Un ejemplo evidente es el naturalismo científico, esa idea tan popular de que somos producto del azar y de mutaciones ciegas. Según esta visión, no hay propósito, ni destino, ni valor inherente en la vida humana. Sin embargo, las mismas sociedades que repiten este mensaje organizan marchas por los derechos humanos, defienden la justicia y proclaman la igualdad de todas las personas. Aquí surge la grieta: si no somos más que materia sin sentido, ¿por qué indignarse frente a la opresión o la violencia? La verdad es que nadie puede vivir como si la vida no tuviera valor. Incluso los más convencidos ateos apelan a principios universales de justicia, dignidad y amor, que solo tienen fundamento si existe un Creador que nos hizo a su imagen.
Basta mirar la arena pública para ver la incoherencia. Se nos dice que “cada quien tiene su verdad”, que no hay valores universales, pero en cuanto ocurre un acto de corrupción o discriminación, las calles se llenan de protestas exigiendo justicia. Si no existe una verdad superior que rija a todos, ¿en qué se basan esas demandas? La indignación moral de nuestra generación es, sin quererlo, un reconocimiento de que la ley de Dios sigue escrita en el corazón humano. Aunque se niegue, brota como un grito imposible de suprimir.
El apóstol Pablo lo describió hace siglos: “profesando ser sabios, se hicieron necios” (Romanos 1:22). Al rechazar a Dios, los hombres terminan absolutizando alguna parte de la creación: unos hacen de la materia su dios, otros del sexo, otros de la autonomía personal. Pero como esos ídolos son reduccionistas y no pueden abarcar toda la realidad, tarde o temprano colapsan. Entonces, la gente vive en tensión: confiesa una cosa, pero practica otra. Y esa contradicción es la prueba de que solo la cosmovisión bíblica logra explicar la vida de manera coherente.
Lejos de desanimarnos, esta fractura cultural abre una oportunidad inmensa. Cada vez que alguien dice que “no existe verdad absoluta” pero al minuto siguiente denuncia un acto de injusticia, está revelando que en lo profundo cree que sí hay una verdad que trasciende. Cada vez que alguien afirma que somos solo animales evolucionados, pero celebra el amor fiel de su familia, está reconociendo un valor que la biología no puede explicar. Allí, en esa tensión, los cristianos tenemos la posibilidad de tender un puente y mostrar que el evangelio no solo responde intelectualmente, sino que sana y redime.
Y es aquí donde necesitamos recuperar la valentía. El secularismo ha prometido libertad, pero sus contradicciones lo delatan: no puede sostener lo humano. Es como una mesa con las patas aserradas: por más que se intente, no se puede vivir sobre ella. Nuestra cultura está hambrienta de coherencia, de una visión que una lo que el relativismo ha fragmentado. Y esa visión ya existe: es la verdad de Cristo, que reconcilia mente y corazón, cuerpo y espíritu, justicia y amor.
Por eso, la tarea de la iglesia hoy no es adaptarse a la incoherencia cultural, sino exponerla con gracia y mostrar la alternativa sólida del evangelio. No podemos conformarnos con decir “cada quien crea lo que quiera” cuando sabemos que esa ruta lleva a la frustración y al dolor. El cristianismo es la única verdad que hace posible vivir de manera plena y consistente.
La disonancia cognitiva de nuestro tiempo es, en el fondo, un clamor. Es la confesión no declarada de que sin Dios no hay suelo firme. Y es también nuestro llamado: mostrar con palabras y con vidas transformadas que Cristo no es una pieza opcional en el rompecabezas, sino la roca sin la cual todo se desmorona. En un mundo dividido y confuso, el evangelio es la única historia que une lo que el pecado separó y que ofrece lo que nadie más puede dar: la verdad total que hace libres a los hombres.